viernes, 7 de febrero de 2014

25 horas en autobus


Sin plazas en el barco que viaja a Zinguinchor, había que buscar una alternativa y el teléfono de Yaya no cejó de intentar localizar a un amigo que nos pudiera facilitar el tránsito. Entre tanto y teniendo en cuenta que era viernes y estábamos en Dakar, Papa, Yaya, Ujo y yo nos dispusimos a pasear por la capital de Senegal. Del puerto a la casa del presidente y después un taxi hasta casa de Lay. 

Dakar es una ciudad ruidosa, bulliciosa, con un tráfico tan caótico y tan numeroso, que sorprende el orden en el que se transita entre tanto caos, de gente, de vehículos, de animales y de género. El comercio es el origen de la economía, aún hoy. Y en medio de todo, muchos de los musulmanes rezaban en las calles en mitad de la ciudad.

Comimos el plato del día cerca de nuestra casa, la de Lay, que fue todo un anfitrión, generoso, alegre, bueno y que nos cedió su casa, la llave de su casa y todo lo que posee para hacer nuestra estancia inolvidable.

A las seis de la tarde estábamos con nuestras maletas en el lugar exacto donde teníamos que coger el autobús, pero salíamos de ruta a las nueve de la noche.


Viajar en un autobús con tanta gente y tanto equipaje es toda una experiencia. Sorprendente además. Los ancianos, los jóvenes, los adultos y los niños nos convertimos todos en una especie de sopa primigenia donde todos somos lo mismo sin ser igual. 

Los niños; viajaban siete desde 3 meses hasta 4 años y no se les oyó en todo el trayecto. El bebé lloró cuando tuvo hambre y saciada ésta, no se le volvió a escuchar. Y los de 3 y 4 años  estaban atentos a cualquier movimiento de su mami cuando parábamos a estirar las piernas, a descansar, a repostar o a comprar comida.

En cada parada, tanto programada como no programada, subían al autobús mujeres y niños para ofrecernos naranjas, beñés, plátanos, cremas, cualquier cosa, porque insisto, la base económica, sin lugar a dudas, es comercial. Unas naranjas ácidas que saciaban la sed, unos plátanos dulces que saciaban el hambre, la puerta siempre abierta, excepto cuando nos aproximábamos a un control policial y ¡menos mal!

La primera parada oficial para desahogar nuestros cuerpos, nos hizo conscientes del olor que había dentro del autobus cuando volvimos a subir. Nada de extrañar por otro lado, cuando viajábamos un autobús completo, más un asiento supletorio a lo largo de todo el pasillo central, y todo ocupado.

Rodeamos Gambia por diferencias políticas entre ambos países y porque los conductores senegaleses han decidido esa forma de presión para luchar contra unas tasas que les parecen injustas. Así que llegamos hasta Tambakunda.

 No, no vimos leones, ni animales salvajes, pero sí se nos cruzaban animales domésticos, gallinas, cabras, vacas y algún que otro cerdo javalí.


El conductor de ese autobús se convirtió en nuestro héroe; no paró de cepillarse los dientes, de hablar por teléfono y de dirigir a su aprendiz, todo ésto además, teniendo en cuenta que había realizado el mismo viaje el día anterior, justo en sentido contrario.

A las diez de la noche llegamos al campament Kalunae, donde nos esperaban a mesa puesta, con vino y cerveza fresca y un plato de arroz riquísimo cocinado por Aliou. ¡Por fin estábamos en Kafountine! ¡Por fin estábamos en el bosque!

Pero al día siguiente, nos esperaba otro largo viaje a Yaya y a mi, para no correr el riesgo de quedarnos sin plazas de nuevo en el barco de vuelta a Dakar.

Pero eso es otra historia, lo dejamos para otro día. ¿Vale?

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